21 años

Hoy me he levantado tarde, remoloneando en la cama antes de poner los pies en el suelo. He desayunado tranquilamente y al cruzar la cocina he sentido una sensación de vacío que ya sé que nunca nadie podrá llenar nunca. Fui ingenuo cuando le tuve por fin conmigo, pensaba entonces que estaríamos juntos al menos un cuarto de siglo, pero nuestra ilusión se quedó en poco más de la mitad de tiempo. Hubiera cumplido hoy 21 años.

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No nos conocimos al uso, no recuerdo qué estaba haciendo yo tal día como hoy cuando él nació, sólo sé que gracias a que dos días más tarde me levanté antes de lo normal y desayuné tranquilamente viendo la televisión antes de ir al instituto, nuestros destinos se cruzaron a través de una pantalla. Es natural cabrearse cuando no salen las cosas como uno quiere, cuando un suceso se topa en tu camino por haber elegido ese día ir por otro sitio o cuando lo eludes y das gracias por no haber estado allí en ese momento, tantísimas cosas que pasan a diario y que son causa de nuestras decisiones combinadas con las de los demás y la propia naturaleza, que es infinito. Yo aprendí aquel día que todo ocurre por algún motivo, y que dentro de ese infinito de posibilidades, hubo, hay y habrá buenas y malas por siempre, porque son… las cosas que pasan.

Todo lo que ocurrió después fue una maravillosa locura que no cambiaría por nada del mundo y que repetiría una y otra vez si pudiera echar el tiempo atrás. En todo este tiempo que ha pasado, nuevas vidas han llegado a la familia. Hace poco me sentaba con mi sobrina Sofía aprovechando que se quedó unos días en casa, para mostrarle las fotografías. Nunca llegó a conocerle y le hablé de él, de cómo sus primos le daban de comer yogur cuando se lo acababan. Se quedó mirando fija las fotos, como pensativa. Yo también pensé cómo sería si aún viviese.

Te quiero, mi cincuenta por ciento.

Ojos en la niebla

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Un paseo por la ciudad a por las compras navideñas. Me gusta levantarme pronto para ir a los sitios, no me gustan las aglomeraciones en los centros comerciales a no ser que sea para una tarde de cine o risas con los amigos, pero para ir a por mis cosas necesito la tranquilidad de poder avanzar por los pasillos, de observar sin tener que esperar ni cometer algún empujón.

Aún las diez de la mañana y la densa niebla sigue presente. Paso frente a mi antiguo colegio y miro hacia arriba, las farolas contra la niebla parecen sacadas de un cuento, igual que los árboles que se desdibujan en el fondo de un campo cientos de metros más adelante. Si dejase volar mi imaginación, bien podría estar en uno de ellos, en Nunca Jamás por ejemplo.

Un perro negro y bajito espera paciente y en silencio mirando la puerta de un comercio, la correa roja en el suelo pillada con la puerta, en la que hay un cartel con un precio marcado a rotulador.

Allá donde mire parece ser un día especial, la niebla difumina los rostros, las formas, otorga un halo de brillo a las cosas, un filtro de photoshop natural de trecientos sesenta grados e infinito.

Puedo leer infinidad de libros sobre cómo tomar una fotografía, cuándo hacerlo, la mejor forma de hacerlo, distinguir entre retrato, paisaje o acción, imbuirme de terminología y consejos, pero si cuando miro lo que tengo enfrente no fuese capaz de ver que algo especial está sucediendo ante mis ojos y la necesidad de captarlo como un momento fugaz que jamás se volverá a repetir, si no sintiese esa sensación de que se escapa y se pierde antes de poder captar ese marco bello e invisible, no serviría de nada.

La vida no es como tú esperas…

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Pierdes un montón de tiempo pensando en cómo será tu vida.

El caso es que no lo sabrás hasta el día en que abras los ojos y veas. Que si te relajas y aceptas lo inesperado, tal vez encuentres algo más hermoso de lo que podías haberte imaginado.

La vida no es como tú esperas… es aún mejor.

(A la memoria de Yoko 15 oct 1993 – 8 dic 2006, por el día en que me levanté sin esperar nada, me relajé, abrí los ojos y le vi, por regalarme ese tiempo inesperado con el que nunca conté)

20 años

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Hoy nacías tú. En algún lugar del mundo, mientras yo continuaba mi vida sin saber de ti, tú nacías y abrías por primera vez tus pequeños ojos para ver este mundo, sin saber que en pocas horas nuestros destinos se cruzarían por una extraña mezcla de casualidades, por lo inevitable.

Cuando lo tenía entre mis manos, cuando aún era lo bastante pequeño para cogerlo en el regazo y acariciarlo, siempre pensé que estaríamos juntos mucho tiempo, quizá veinticinco años. Lo acariciaba mientras dormía apacible, observando esa cara tan dulce y pelirroja, su perfecta narizota negra y redondeada, sus orejas suaves, le molestaba un poco viendo cómo se revolvía cuando le hacía cosquillas en los tres pelos del bigote que le sobresalían del morro y no me resistía a darle unos besos grandotes, pensando todo lo que nos quedaba por disfrutar y por vivir.

Aunque cuando nació aún no sabíamos el uno del otro, nos conocimos un 16 de octubre de 1993, bueno, más bien yo lo conocí a él. Papá y mamá habían viajado a Córdoba y estaba solo en casa con mi hermana mayor. Esa mañana hice algo inusual porque me levanté antes de lo previsto, simplemente me desperté antes, no sé por qué. No era consciente de que ese pqueño descontrol me cambiaría la vida. Normalmente solía levantarme con la hora pegada, el tiempo justo para prepararme el desayuno, arreglarme y salir pitando al instituto. Pero aquella vez fue distinto, me lo tomé con calma, me preparé un desayuno más completo, y en lugar de desayunar de pie como siempre, me senté tranquilamente en la mesa de la habitación para beber el cola cao con leche y unos cereales.

Sólo iba a desayunar, pero como había tiempo por delante decidí poner la tele. Podía haberme levantado más tarde haciendo el remolón en la cama, haber desayunado sin más, podía haber puesto el televisor en cualquier cadena, incluso unos minutos más tarde y entonces todo en mi vida habría tomado otro rumbo, pero ocurrió como debía ocurrir. Estaban terminando los dibujos animados de Telecinco en «Desayuna con alegría», presentado por Sofía Mazagatos entonces y acto seguido salió una camada de once cachorros pelirrojos, todos en una cesta, recién nacidos el día anterior. Junto a Juan Luis Malpartida, el criador (más conocido también por llevar los animales de El Gran Juego de la Oca de Emilio Aragón en Antena 3), estaba Sofía Mazagatos. De esa camada, cada uno de los perritos iba a quedarse en alguna casa, dos para Sofía, uno para Patricia Pérez, otros para presentadores y presentadoras de la cadena y dos de ellos iban a ser para dos niños, los que estábamos al otro lado de la pantalla. Para ello había que escribir una carta de por qué queríamos tener un perro. No había sorteo de por medio, nada de suerte, aquí jugaba el sentimiento.

No tenía ni idea de que un mes más tarde uno de esos niños era yo. Redacté la carta y la finalicé al llegar del instituto. Una vez redactada contando todas las ganas que tenía de tener un perro, le dije a mi hermana lo que iba a hacer y la dejé en el buzón de correos más cercano. Más tarde Pilar Soto, redactora que la eligió, me contó que se había emocionado mucho al leer la carta y que estaba en los archivos de la cadena, yo desgraciadamente no tengo ninguna copia, aunque me encantaría e intentaré ver si es posible rescatarla de alguna forma, sabr el sentimiento que escribí aquel día y que me llevó a él.

Con tantos niños escribiendo para un programa tan popular, casi lo di todo por perdido desde el momento en que inserté la carta en el buzón, pero allá iba. Las semanas pasaron y un día llegó un aviso de telegrama. En ese momento nada se me pasó por la cabeza, sólo sé que recuerdo ir a la oficina de correos cuando caía la noche, cruzando la calle San Francisco, pasando por debajo de una escalera (no me olvidaré de este detalle), llegar a la oficina, recoger el telegrama y prometerme no leerlo hasta llegar a casa. Quizá era de alguno de los amigos o amigas con los que me carteaba por entonces.

Me pudieron la ganas, lo hice en el ascensor. Cogí el sobre y lo abrí leyendo sus primeras palabras: «Enhorabuena, has ganado el perro…». Me había hecho tan a la idea de la imposibilidad de que alguien me diese un regalo tan querido que lo había olvidado, incluso durante unos segundos me extrañé y no supe a qué se refería. Los 32 segundos en el ascensor dieron para abrir el telegrama, leerlo, extrañarme y comprender que se refería a aquel día en que escribí. También me dio tiempo a saltar de alegría, recuerdo la sensación como si estuviera allí dentro de nuevo, a salir disparado, llegar a casa y gritar por todas partes localizando a mi madre para decirle que me habían dado al perro.

Otro error de cálculo. El día que envié la carta, la única que sabía el secreto era mi hermana, así que las caras de mis padres eran un poema ya que no entendían nada. Con tranquilidad les expliqué todo y un poco reticentes ya que nunca habían querido que tuviésemos un perro en casa a pesar de llevar varios años insistiendo, no les quedó más remedio que aceptarlo.

En el telegrama me venía un telefono para llamar pero aunque lo hice, ya era demasiado tarde aquel día, tuve que esperar al día siguiente para contarcar con la redactora. Resultó que al escribir la carta, no indiqué ningún número de teléfono, además de casi ningún dato para contactar conmigo, lo que hizo que Pilar Soto tuviera que buscarse la vida para encontrar la dirección de alguna forma hasta dar conmigo. También tenía una mala noticia, y es que la entrega del perro se retrasaría hasta enero, debido a que la niña a la que le habían dado el otro tenía unos problemas personales. Pilar me prometió que los perros estarían muy bien acompañados, correteando entre la redacción y los presentadores de la cadena hasta que pudiésemos grabar el programa.

Sí, había que ir a Telecinco para grabar la entrega. Ocurrió a mediados de enero de 1994, una redactora nos llevó en coche directamente hasta los estudios por los que recorrimos sus pasillos, en los que muchos actores y presentadores se me quedaron mirando confundiéndome con uno de los personajes de Médico de Familia (Iván Santos, que hacía el papel de Alberto), hasta llegar, atravesando el comedor, hasta la zona exterior donde estaba situado el plató de «Desayuna con Alegría».

Nada más entrar y esperar un rato a que estuvise la otra chica, Sofía Mazagatos vino directa a saludarnos y a coger con cariño a los dos perritos que acababan de llevar a la entrada para que eligiésemos. Había una perrita y había un perrito. No sé muy bien cómo sucedió, miré a uno y a otro y sólo sé que en la cara de él había algo que me enternecía, así que lo cogí.

Prepararon nuestros micrófonos e hiceron algunas pruebas de sonido. Tenía a mi lado a Sofía Mazagatos, que me decía más o menos lo que iba a preguntarme además de contarme que ella se había quedado con dos y alguna que otra historia antes de empezar. Yo no dejaba de acariciar el pelo suave y rojizo de ese cachorro que se acurrucaba en mis piernas. Fue el día en que Yoko y yo nos conocimos por fin. Y así ocurrió…

Curro y el legado de las aves

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No hay verano que no tengamos a cargo a una mascota. Echando la vista atrás, desde el año 2008 unos peces de colores, unas tortugas, el año 2010, el mejor de todos, mi queridísimo perro Noddy y los maravillosos nueve días que me regaló entre mordiscos y muchas, muchas tonterías, después vinieron unas cobayas y este año le tocó el turno a un agapornis.

Por la parte paterna, los pájaros siempre han sido la mascota preferida, aunque parece ser que conmigo se rompió esa cadena, porque no logro encontrarle el sentido a tener a un pájaro en una jaula cantando todo el rato y volviéndote la cabeza loca, que es lo que me ha pasado con Curro, además situado al lado de mi habitación y respetando apenas las horas de sueño (y porque no escuchaba ningún ruido).

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Aunque no tengo muchas referencias más allá de lo que he visto, mi abuelo se dedicaba casi a la cría de pájaros, con discusiones con mi abuela frecuentemente debido a esta pequeña pasión que conservaba en la terraza. Tengo vagos recuerdos, de cuando los dejaba las puertas abiertas y me aseguraba que volverían para comer, y así era. De salir a saludarle siempre en el mismo lugar, dándoles de comer, observándoles. Cuando yo crecí, apenas hablábamos de ellos porque no me interesaban, pero sin duda tenía que tener grandes conocimientos, que ahora ya será imposible recuperar. El tiempo quita lo que da.

En casa, de pequeño, siempre tuvimos pájaros. Nunca les hacía caso alguno y terminé acostumbrándome a ellos. El último nos acompañó coexistiendo con Yoko (al que le decía «pipi» y se volvía loco levantándose sobre las patas traseras y mirando hacia la jaula).

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Un día me levanté y el pájaro estaba tirado en la parte baja de la jaula, inerte. Con él acabo el legado de esta mascota en la casa y comenzó el reinado de otra. Tuvo su entierro, necesario. Lo envolví con cuidado en unos trapos y junto con Yoko salimos de paseo a un pequeño camino al lado del colegio. Allí hice un pequeño hoyo con las manos, lo enterré y cubrí de tierra, haciéndole comprender mediante la palabra «pipi» que ahora allí descansaría para siempre. Para asegurarme, volví a pronunciar la palabra en casa. Yoko no se levantó sobre las patas buscando, algo había comprendido quizá.

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y volver

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El tiempo me enseñó a aceptar la muerte. Me enseñó a poder revivir los mejores momentos con una sonrisa en la cara en lugar de con lágrimas, a mirar cara a cara a los últimos momentos sin sentir un nudo en la garganta. Pero al tiempo se le olvidó avisarme de algo más.

Ayer en el parque vi aquella figura tan reconocible, pelos de color pelirrojo, andares de cazador, cazadora en este caso y no pude resistir ir hacia ella. Además de a Yoko, sólo he visto en mi vida a tres setter irlandés, pero lo que hace especial esta circunstancia es que nunca había visto uno desde que él murió.

Me acerqué y empecé a acariciar ese pelo tan suave, el mismo que acaricié durante años, cada mañana, cada noche, cuando entre risas o entre sollozos ponía su cara delante de la mía intentando participar en todo, lo bueno y lo malo. Mientras le acariciaba, hizo esa postura, apoyando su lomo contra mis piernas, como hacía él. Todo era igual, como volver.

Me hubiera quedado así eternamente. Fue unos segundos después de dejarle cuando entendí que el tiempo no me había enseñado aún a aceptar la gran necesidad de tenerle a mi lado de nuevo… y volver.

Calles desiertas bajo el sol del verano

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La ciudad desierta, con sus calles vacías, el asfalto suplicante y una sombra acuciada por el tiempo. Y desde la sombra se escucha el sonido de algún motor, de las ruedas castigando la superficie, el sonido de una voz que sale de alguna terraza regañando a un niño que llora, risas en la otra calle y pisadas de chanclas sobre el suelo.

De vez en cuando una brisa se digna a darme un poco de aire, mientras un coche pasa por delante con las ventanas abiertas, risas y voces que intentan entonar la canción que llevan puesta a todo trapo.

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Ruido de llaves abriendo una puerta, alguien que está fregando los platos de después de la comida y su tintineo al soltarlos llega hasta mis lejanos oídos. Mis ojos empiezan a cerrarse con esta armonía de sonidos, dibujándome una sonrisa mientras los párpados pesan como piedras y en un leve intento por mantenerlos abiertos, el cansancio puede más. Me sumerjo en uno de los mayores placeres de la vida.

Pothound

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Un día cualquiera, se pasea por las calles de su tierra, sorteando peligros, entre risas y gritos, de aquellos con los que se cruza. Una vida a la deriva, que va y viene y se dedica a sentir el momento presente, sin el pasado que queda atrás, sin el futuro que lo llevará a cualquier parte, otro día cualquiera.

Palitos de merluza

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De nuevo anoche se coló en mis sueños, mi cincuenta por ciento. Pasó por allí y se comportó como siempre, como si hubiéramos estado juntos todo este tiempo de ausencia. Estaba a mi lado dando vueltas y moviendo la cola, esperando mientras escuchaba cómo sacaba su comida y se la echaba en el plato.

En un movimiento imposible, se metió en el plato de comida, donde le mezclé su comida con algunos palitos de merluza. Estaba contento y eso me sirvió, desperté y le dejé allí comiendo, en mis sueños.

Mi otro cincuenta por ciento

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Éramos él y yo y cada uno a su vez la sombra del otro, durante más de trece años moviéndonos a la vez, mi nombre no existía sin el suyo ni el suyo sin el mío y un día me quedé sin sombra.

El pequeño ser de pelo rojizo y orejas largas que se movía al lado de mis pies, burro como él solo, amante de las causas imposibles. No puedo evitar recordar el hoy de hace doce años, cuando los dos nos quedamos dormidos en el sofá y despertando en el amanecer de un nuevo siglo o ese día de enero de la mayor nevada en la ciudad y su cara al ver todo el paisaje blanco, un paseo inolvidable de nuestra corta pero intensa historia.

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Mi cincuenta por ciento está aquí, mi otro cincuenta por ciento se encuentra dividido, entre los paisajes que recorrieron sus pies, en los yogures que se acaban con el sonido característico de la cuchara, en el tintineo de una correa, en la manta que cubre mi cama, en el recorte del mueble de la cocina a cuyo pie descansaban su agua y su comida.

Un día me di cuenta de que las cosas no son eternas y me arrepentí el no haberlas aprovechado más cuando vivían, aún si lo hice, porque nunca parece suficiente cuando el tiempo se acaba.

Laika

Son muchas las ilusiones que unos padres vuelcan en sus hijos. Los tiempos cambian, las oportunidades son diferentes y todo aquello que un día ellos no pudieron llevar a cabo, hacen maravillas para que los que les siguen puedan lograrlo al fin, incluso esas pequeñas victorias que nacen y culminan las toman como logros personales, aunque no sean suyos propios.

Inconscientemente depositamos en nuestras mascotas otra serie de deseos. Les cubrimos bien con una manta cuando hace frío, les colmamos de caricias y jugueteamos con ellos, queremos que sean ajenos a los problemas del ser humano, son una evasión, nuestra evasión.

Hace ya 55 años, una perrita llamada Laika se convirtió en el primer ser vivo que viajaba al espacio. Toda una temeridad de aquellos a los que se les ocurrió la idea de utilizar un animal como conejillo de indias, poco valiente y algo que no comparto. Algo así como «pon tú la mano en el fuego y así si quema me avisas». Ellos no tienen voluntad para decidir lo que quieren hacer cuando nuestra orden está ya dada.

Y es que cuando de relaciones entre mascotas y humanos se refiere, puede haber puro interés o puro sentimiento y sólo cuando uno es capaz de entender que su mascota no es recipiente de sueños y que nuestros caprichos pueden hacer daño, empieza a crearse una cierta relación de empatía que no necesita expresarse con palabras.

19 años

Muchas veces lo hice para esperar de él una reacción, la que esperaba. Con las manos me tapaba la cara y fingía sollozos y lloros y dejaba caer la cabeza hacia abajo. Era instantáneo, ya podía estar tranquilamente relajado en el suelo o en la otra punta de la casa, enseguida se acercaba nervioso y metía los morros entre las dos manos, intentando encontrar un hueco entre ellas mientras lamía y gruñía por el hecho de no poder ver el rostro ni saber qué pasaba.

Otras veces no fingía, era algo real, momentos duros en que se acercaba y, a su forma, sin manos para borrar las lágrimas, sin brazos para abrazar, me consolaba, participando de ese momento, mi pequeña mitad.

Daría todo lo que tengo sólo por unos minutos de nuevo, por sentir ese suave pelo rojizo, por acariciarle detrás de las orejas, por dejar de ser como sombras perdidas en el tiempo, por dar un nuevo paseo bajo el sol.

Un baño de agua tibia

Todavía puedo cerrar los ojos e imaginar que me voy introduciendo en el agua caliente de una bañera. Primero los pies, que van a su ritmo, siempre por delante, comunicando al cuerpo lo que le espera, agua templada y relajante que se va extendiendo a todo el cuerpo hasta llegar al cuello. Calma total.

Un baño de estos ya sólo cabe en mi imaginación, desde que se impuso la conciencia colectiva del gasto de agua y cambiamos la bañera por un plato de ducha y, ahorrar se ahorra en dinero y en salud para el planeta, pero nadie quita que ese deseo siga ahí dando vueltas y sólo pueda ser disfrutado en ocasiones muy especiales y eso que nunca me he metido en un jacuzzi (con lo que soy yo de Gran Hermano).

Muy atrás quedan esos sábados por la mañana en que mi madre me acariciaba con cuidado mientras me lavaba el cuerpo y la cabeza, en que sobre la superficie del agua navegaban algunos juguetes y me tiraba las horas muertas imaginando historias de barcos y tesoros o por el mismo aburrimiento, siendo un poco más mayor, uno se arrancaba a entonar una canción en el lugar con la mejor acústica de la casa.

Ahora que lo recuerdo, Yoko aún llegó a esa época de la bañera y nos preguntamos al cambiarla, cómo nos las apañaríamos para meterle en un plato de ducha. Suerte que al sentir el agua se quedaba de piedra.

Despierta

La vida nos sumerge en un estado de letargo, dentro de la rutina, donde todo sigue igual, donde los sueños permanecen dormidos y una extraña red mágica los contiene en un lugar muy profundo, debajo de las piedras de una habitación encantada.

Pero nada, absolutamente nada permanece dormido para siempre, puede tardar más o menos tiempo en removerse el mundo, el tambalearse los cimientos. Puede ser una palabra, puede ser un recuerdo, puede ser una imagen. De repente el sueño dormido emerge a la superficie y uno está llamado a cumplirlo, como está escrito en su destino.

Esperando que llegues a casa

Te apoderas de mi espacio y de mi vida, aunque desde un principio quiera mantener las distancias y hacer de nuestra relación lo que somos por naturaleza, con el paso del tiempo las diferencias se van haciendo más estrechas, diminutas, hasta volverse inexistentes. Después de pasar por el común proceso del «esto no» y «aquí no», llegamos al punto en que todo lo tuyo es mío, en que no existe un momento en que no estés a mi lado y en que los breves momentos en que no es así, los demás me preguntan por tu ausencia, porque somos uno.

Por eso cuando te vas me queda el cincuenta por ciento, porque los paseos los cambié por prisas, porque las caricias las sentí por las ganas de acariciar, porque tras cada yogur medio acabado miro el fondo, recordando que alguien se acercaba a terminarlo cuando escuchaba el rápido golpeteo de la cuchara.

Deberías ser tú el que estés esperando cómodamente en casa esperando a que llegue y entre por la puerta, atento a cada sonido, mis pasos, mi voz, pero la historia cambió y ahora soy yo el que cada día añoro que regrese lo que se perdió y apenas he de conformarme con sueños.

Desatar cadenas

Pasó tanto tiempo encerrado, enjaulado, maltratado, en un ambiente donde los palos volaban de esquina a esquina, donde las voces resonaban en los tímpanos y el único silencio era el de la triste oscuridad de la noche, encerrado en un lúgubre sótano por el que cada amanecer, por una pequeña rendija en algún lugar del subsuelo, se colaba la luz de la mañana, desgraciadamente de otra mañana donde todo volvería a comenzar.

Por eso fue bonito y especial desatarle las cadenas, dejar que su cuerpo experimentase el palo del viento ondeando su pelo, el ruido de las olas y el agua golpear cada centímetro de su piel, el silencio de la noche bajo las estrellas. Me quedé dormido de felicidad y con los primeros rayos de sol una lengua áspera contra mi cara vino a despertarme. A continuación un aullido. No era de dolor, era de agradecimiento, de libertad, de vida, de cualquier cosa menos de dolor.

Llega el verano y llegan los abandonos de animales… otra vez

Que llegué a saltar una muralla, meterme entre zarzas y arriesgarme a todo por rescatar a un perro a las tantas de la madrugada es algo que ya contaré algún día. Como todo en la vida, parece que las cosas se rigen por polos opuestos, unos abandonan y otros rescatan. De nuevo se va acercando el verano y a algunos parece que les pesa más una semana en la playa y unas copitas que tantos años junto a su mascota.

Al menos el caso con el que me he encontrado hoy demuestra que, el/la que se haya ido de vacaciones, al menos ha tenido remordimiento de conciencia. Eran apenas las 7:30 de la mañana cuando en una plaza conocida de la ciudad, según me acercaba para torcer la esquina de un colegio, me encontraba a un perro (por la expresión de su cara parecía más bien hembra) que tendría uno o dos años como mucho, de unos 30 kilos de peso, bastante grande, atado con cadenas a la barandilla y muy cerca un cubo de agua que, a juzgar por la cantidad que quedaba, ya llebava un tiempecito allí, lo que daba una ligera idea de que el/la cobarde lo dejó abandonado de madrugada, cuando nadie miraba.

Al menos le dejaron con algo puesto, aunque con pasaporte a una perrera que con los tiempos que corren, probablemente será el último lugar que vea en vida.

Y uno se pone a imaginar, a intentar ponerse en la mente de esas personas. ¿Realmente estarán siendo felices en el día de hoy y los que vengan? ¿No les perseguirá el remordimiento hasta el resto de los días? Aunque bien pensado, a lo mejor esto lo imagino yo y todos los que vemos en este un acto repudiable y realmente haya gente que no tenga ni una pizca de eso que llamamos remordimiento ni sentido de la responsabilidad. Debe ser como la vergüenza, que algunos la tienen y otros no.

A la vuelta ya tenía todo pensado, no era cuestión de llamar enseguida y menos cuando andaba pillado de tiempo, tenía al menos bebida para aguantar varias horas y a la sombra, pero al regresar ya no estaba. No quiero pensar las horas que habrá pasado en la madrugada, al ver amanecer y comprobar dentro de sus posibilidades, que aquellos con los que jugaba ya se habían marchado para siempre, buscando en cara transeunte una mirada cómplice y una caricia mediante ladridos y gruñidos como los que me profería al pasar mientras movía la cola alegremente.

El tiempo pasará para él o ella y olvidará. Sólo espero que tenga ese tiempo para hacerlo.

La Eurocopa de la vergüenza, miles de perros por dinero

Parece como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente, como si los dirigentes de todos y cada uno de los países que conforman el planeta no tuvieran ya ni escrúpulos ni nada que se le parezca. Mientras en el nuestro terminarán recortándonos hasta el pelo (pagando por adelantado, claro) y el presidente se esconde para no dar la cara, en otros países como Ucrania se exterminan perros como si se hiciesen panes.

Muchas han sido las denuncias, imágenes y noticias que han salpicado y sumergido en la más absoluta vergüenza a Ucrania, uno de los países que recoge la Eurocopa de este año 2012. Ante un acontecimiento de estas características bien es sabido que la imagen que debe ofrecer o quiere ofrecer un país al resto del mundo es la de limpieza absoluta, una soberana gilipollez teniendo en cuenta que cada país es conocido por ciertas cosas que por mucho que intente meter bajo la alfombra, nunca se irán.

En lugar de atajar el problema y ponerle una solución a la enorme cantidad de perros callejeros que históricamente pasean por sus calles medio muertos de hambre, la decisión ha sido cruda, cruenta y desgraciada, poner fin a la vida de miles de perros exterminándoles, envenenándoles y quién sabe cuántas cosas más. Las sociedades protectoras al conocer la situación enseguida se echaron a la calle para intentar poner una solución más coherente y con tiempo, esterilizar a los animales para evitar su proliferación y que mueran de inanición. Aún así no han conseguido su objetivo y por desgracia estos días ver imágenes y vídeos de perros apilados y encerrados para acabar con sus vidas han sido comunes y vomitivas.

Al margen de echar la culpa a patrocinadores e incluso a los organizadores del evento, lo cual está fuera de contexto ya que no tienen nada que ver con esta situación (y esto va para los que aprovechan cualquier cosa para echar el muerto a quien no lo merece), la principal culpa recae en aquellos quetoman este tipo de decisiones, desde los hijos de puta que dejan abandonados a los animales, hasta los desgraciados de los presidentes de gobierno o lo que quiera que sean, que demuestran tener en el ojo un puto dólar por insignia, en lugar de preocuparse por los derechos, ya sean humanos o animales, de la vida en sí.

Un sobre de suero olvidado

Fase 3 de la recuperación. Tras una noche poco agradable de esas que vienen muy de vez en cuando, en mi caso de muy tarde en tarde, tanto que ya ni recordaba algo parecido, siguió una mañana con fiebre en la que apenas podía tenerme en pie, aunque con el paso de las horas fui ganando fuerzas para ir al médico, a un nuevo médico al que no conocía, en un centro que me encontré totalmente cambiado. La receta fue un suero y una dieta estricta.

Nunca entenderé cómo es posible que en una farmacia no tengan algo tan básico como el suero (no sé si es que esto de los recortes llega también aquí), pero en la siguiente sí que lo tenían. Me lo envolvió tan rápido y me pasó tan desapercibido que no me di cuenta.

Al llegar a casa llegó el momento de preparar un litro de agua mineral, potable. Quité el envoltorio de la farmacia y allí estaba aquella caja con aquellos sobres, los mismos que cuidadosamente le preparaba a Yoko cuando estaba enfermo tantas y tantas veces, cuando no quería probar la comida, para que tuviese alimento.

Me costó preparar el suero, el tiempo que tardé en recuperarme de aquellos recuerdos que irremediablemente acudían de nuevo al ver esos sobres color plateado. No podía quitarme de la cabeza fácilmente mi imagen agachado frente al cazo de beber insistiendo que bebiese cada cierto tiempo y viendo su lengua acercarse al agua mientras le acariciaba la cabeza diciéndole «muy bien».

Este cuarto

La última noche en aquel lugar, el que le vio nacer, donde pasó de una cuna a la cama, de la que tantas veces se cayó mientras dormía entre sábanas empapadas en sudor por culpa de alguna pesadilla. Se levanta a tientas en la oscuridad de la noche, con sólo el reflejo de la luna menguante que se cuela por la ventana y recorre aquel suelo por el que antaño gateaba y sobre el que dio sus primeros pasos, el que sirvió de escenario improvisado para las historias de sus muñecos y coches con los que pasaba las tardes después de la merienda, el que pisarían los amigos y familiares para celebrar cada 365 días esa gran fiesta de cumpleaños.

En su camino a la ventana respira un agradable aroma y de repente su cuerpo se hace más lento y pesado, como si para llegar a su destino tuviera que atravesar las risas de los invitados que alguna vez acudieron a aquel lugar, el aroma de tartas y bizcochos, su primera varicela, seres queridos, el recuerdo de aquella primera vez, un perro pelirrojo que de repente frena un instante su marcha, que descansa a sus pies hecho un pequeño ovillo. Se agacha y lo acaricia con el recuerdo.

Cuando se incorpora y consigue dar un paso al frente, se percata de que en la silla hay un niño pequeño que llora desconsolado por sentirse incomprendido, extraño, pero no le preocupa, porque sabe que dentro de unos años ese dolor habrá desaparecido y lo habrá hecho más fuerte. Apoya los brazos sobre la ventana y respira hondo. Abajo en la calle todo cambia muy deprisa. Una madre que da de merendar a un niño en la calle mientras juega con su camión, un grupo de niños que se divierten jugando en el barro, un balón que se cuela por la casa de al lado, tres hermanos que se dirigen hacia un cobertizo donde guardan las bicicletas, ellas tienen una blanca, él una roja con el faro trasero roto.

Levanta sus brazos apoyados en la ventana y vuelve dentro, donde parece que la claridad de esa media luna ha logrado invadirlo todo, todo lo que queda. Las cajas de cartón se apilan por toda la habitación y ya sólo algunas fotografías adornan las desnudas paredes. Acerca su mano a ese ser al que tanto quiso y con la yema de los dedos intenta acariciar lo que ya no existe. Una a una las fotografías van desapareciendo, arranca con cuidado a ese grupo de amigos que están sentados alrededor de una fuente, sonrie con la sonrisa cómplice de dos amigas que hacen muecas a la cámara, y con esa en la que él y sus hermanas posan con algunos personajes de peluche de la tele.

Vuelve a la cama y se tumba boca arriba con las manos detrás de la cabeza, pensando en los momentos que ese lugar le regaló, un lugar que desde hace un tiempo estaba frío y distante, como si ya no sucediese nada importante que recordar entre sus paredes, como si estuviera perdiendo la vida. Se durmió pensando que quizá en un futuro, otra pequeña vida ocuparía su suerte, que habría otros primeros pasos, montones de cumpleaños con olor a tarta y bizcocho de chocolate y pequeños seres bajitos con los que lucharía sobre ese suelo, entre risas y mordiscos.

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Perdidos en La Cúpula. Horace y Vincent

Dentro de pocos meses hará 2 años que ‘Perdidos’ nos abandonó para siempre, dejando tras de sí una estela de misterios, personajes e historias que bien podrían formar un universo aparte por sí solas. También dejó una legión de fans y seguidores, muchos de los cuales ahora son los que comienzan a tomar las riendas de nuevas series (incluso alguna vocación como guionista o director ha despertado y reconducido)  y en las que en cierta forma dejan esa pequeña píldora, esa imagen, esa frase de alguno de sus personajes que hace mención a esta magnífica obra televisiva.

Pero no son los únicos que le hacen mención. Hoy leía con sorpresa (para qué negarlo, lo he releído unas cuantas veces) en ‘La Cúpula’ de Stephen King, el libro que actualmente ocupa un rato de mi ocio, en una de sus páginas, un comentario acerca de ‘Perdidos’ y que además el autor ha hilvanado concienzudamente. Se trata de un comentario acerca no de la serie en sí, sino de ‘The Hunted Ones’, a la que describe como una ingeniosa continuación de ‘Lost’, refiriéndose de esta forma a una de las series que una de las protagonistas del libro, Andrea, veía en su sofá. Pero lo curioso y llamativo es que hace mención a esto en un capítulo en el que es su perro, Horace, el protagonista del mismo, un capítulo corto en el que a través de la visión del can, se descubre un secreto. La cosa no queda ahí, ya que es en este episodio se desvela de forma anecdótica que Horace puede ver a los muertos, un detalle que nada tiene que ver con la trama, pero que no deja de ser un homenaje a ‘Perdidos’ y a Vincent. Recordemos además que en la serie había un personaje con el mismo nombre, Horace Goodspeed, matemático que perteneció a la Iniciativa Dharma.

Por cierto, como detalle más curioso aún, decir que no busquéis ‘The Hunted Ones’ por ninguna parte, al menos de momento, ya que el nombre de esta serie se lo inventó Stephen King al escribir el libro, quizá como deseo de que alguien hiciese una continuación y adelantarse al futuro.

Humanos sin querer, salvajes por instinto

Nadie nos ha preparado para observar todo lo que nos rodea preparados para encontrar irregularidades que escapen a nuestra comprensión. Damos por hecho que una persona que anda en línea recta y va a cruzar una carretera, terminará cruzándola o parando para mirar, damos por hecho que cuando un animal se asusta, echará a correr en alguna dirección.

Lo hemos aprendido por instinto, porque llevamos escrito, como si fuese un libro de instrucciones, que cuando hace frío vamos a buscar el calor, que cuando alguien llora sentiremos afecto, que las risas y los bostezos se nos contagiarán de una forma natural. Buscamos en los gestos y las acciones cosas conocidas, les damos un sentido y lo amoldamos a nuestra experiencia para que nada se desencaje dentro de nuestra vida.

Pero qué hacemos cuando algo se sale de la norma y se escapa del «lo que debería ser». Intentamos capturarlo, recordar para contarlo, los pequeños momentos que duran un instante, que por un breve espacio de tiempo confunden a esa maquinaria perfecta llamada adn y nos permiten confiar en que aún pueden suceder cosas maravillosas que no están escritas.

Nací un 2 de febrero de 1978 y este soy yo

En la noche del 1 de febrero, lo que viene a ser dentro de unas horas desde este momento en que me encuentro escribiendo, yo me debatía en una lucha por salir al mundo, cansado inconscientemente de permanecer encerrado, con la necesidad de estirarme, de respirar, de sentir. A pesar de los dolores y las contracciones, mi madre pensó que para qué ponerse nerviosos y esperó a que acabase el episodio semanal de «Starsky y Hutch» para decirle a mi padre que la llevase al hospital. Lo del gusto por las series y la televisión se me debe haber pegado de forma natural.

Así nací un 2 de febrero de 1978 a las  01:35 de la madrugada, descartándose para mí el nombre que quería ponerme mi hermana mediana y recibiendo los nombres de mi padre y mi madre juntos en un nombre compuesto, con un apellido poco común procedente de orígenes holandeses y otro apellido más común con cuna en tierras argentinas. Bajo un escudo de un árbol y un perro que refleja en gran parte mi admiración por la naturaleza y los animales, Yoko que llegaría inevitablemente a mi vida regalándome media vida de amistad, y otro escudo del que aún no tengo claro qué conclusiones extraer, con una infancia muy feliz que no obstante pudo quedar truncada por un intento de secuestro en el que mi madre sacó uñas, dientes y templanza, una adolescencia muy dura que me hizo crecer antes de tiempo, amigos a los que quizá conocí cuando ya estaba en una etapa hacia el mundo adulto pero que son los mejores amigos del mundo y una vida con muchos sueños por cumplir. Este soy yo.

El lado de ella

Esta habitación no era lo que es, ella eligió su decoración, los ornamentos, los detalles, los cuadros, y ella elige el color que debe tener cada vez que se hace limpieza, alguna vez fue azul, alguna vez fue tostado, pero no podemos olvidar que algún día en el pasado se construyó en papel, que tenía un par de camas y que un buen día pasó a ser de la habitación de las niñas a la habitación de ella y él.

Su lado está lleno de achuchones en algunas primeras horas de los amaneceres de los sábados, objeto de algún pequeño susto con cierto jarabe al que resultó ser alérgica y la parte baja de la cama el lugar preferido de Yoko cada vez que se abría la puerta y lograba colarse, donde pasaba las horas muertas al fresquito del suelo en la sombra.

Mi cincuenta por ciento

Hola Yoko:

Pasa veloz el tiempo, como un tren sin destino, como el paisaje a través de sus ventanas, cambiante y sin posibilidad de retroceder para contemplar sus vistas de nuevo, pero los recuerdos viajan a nuestro lado y parecen tan sosegados al contraste con todo lo demás, ahí quietos en un rincón, como esperando una caricia que los despierte de ese estado de aletargamiento que sólo un viaje eterno ofrece.

Han pasado los años, todo ha cambiado, han ocurrido tantas cosas que no hemos podido disfrutar juntos, que nunca más podremos disfrutar juntos. Las lágrimas parecen haberme dado un respiro indefinido, quizá inmunes ante lo más doloroso ya vivido, convirtiéndose en una sonrisa de agradecimiento por tu tiempo, y han dejado lugar a los buenos recuerdos, a los momentos de risas, quizá el rumbo normal del ser humano cuando se supera una pérdida y se logra llevar la carga encima soportando mejor su peso.

Bajo del tren y llevo el equipaje conmigo, porque formaste parte de mi vida y lo sigues haciendo, porque tu nombre aún existe, aquí y en el cielo en el que estés, porque tú y yo seguiremos siempre siendo amigos, mi cincuenta por ciento.

Cuando la nieve se derrita

Cuando la nieve se derrita y los rayos del sol se cuelen entre las nubes despejando el día, me tumbaré tranquilamente sin pensar en nada, sintiendo ese calor que viene desde tan lejos, desde millones y millones de kilómetros para hacerme sentir bien.

Correré por las montañas y caminos hasta quedar extenuado sintiendo la libertad de unos pies que ya no serán presos del manto blanco nunca más.

Disfrutaré de la visión de la escala de colores, más allá del blanco que parecía empeñado en no dejar nunca al descubierto el mundo de color.

Cuando la nieve se derrita, vendrán para jugar conmigo en un largo paseo, interminable, que nunca, nunca acabará.

18 años

No me he levantado tarde, pero bastante justo como para tomar una ducha, desayunar rápidamente, leer apenas 4 páginas de un libro e ir a trabajar. Qué hubiera sido de mi vida y qué sendero habría tomado de no haberme levantado tan pronto hace 18 años, si no hubiera tenido tiempo para tomar un desayuno tranquilamente en la mesa, si no me hubiera dado por poner el televisor, si tras finalizar los caballeros del zodíaco lo hubiera apagado. Demasiadas posibilidades pero una sola verdad: la realidad.

Yoko hoy hubiera cumplido 18 años, esa deseada mayoría de edad, una edad adulta en la que los sueños comienzan a cumplirse, en la que se abre un nuevo camino de posibilidades.

Siempre pensé que permanecería conmigo al menos 25 años, pero ese tiempo, ingenuo de mí, se quedó en poco más de la mitad. Probablemente ahora estaríamos haciendo lo mismo de siempre, lo que no tiene por qué cambiar si está bien. Volvería a despertarme y estaría con su cabeza cerca de la mía al primer movimiento. Me estaría esperando a que me arreglase y saliese del baño, tras beber unos sorbos de agua, impaciente por escuchar ese tintineo de la correa y volveríamos a ese recorrido de su mundo conocido. 18 años es mucho más de la mitad de mi vida, mi casicincuenta por ciento, te echo de menos.

Frágil

Cuando Yoko llegó a casa por primera vez, comenzaron los preparativos para esa noche. Preparamos una caja de cartón en la que pudiera sentirse protegido, una manta para no pasar frío y un reloj para simular latido de un corazón, para recrear el mismo escenario maternal. No teníamos ni idea de animales ni de los cuidados, lo preparamos todo rápidamente y por suerte todo salió a la perfección, poco después descubriríamos el por qué y aprenderíamos parte de los secretos de la fauna doméstica.

Aquella caja improvisada, frágil, duró apenas un par de semanas como vínculo entre la vida que llevaba hasta ahora y la que iba a vivir desde ese momento. Pronto no hizo falta una caja, ni una manta ni el sonido del tic tac de un reloj despertador, él se convertiría en el despertador de toda la familia. El vínculo ya estaba sellado.