El Gato Azul: Nacimiento – por José Francisco Cedenilla
Margaret fue corriendo hacia la cocina, había perdido ya la cuenta. ¿Eran horas o quizá días? Aunque ahora que se daba cuenta, en realidad había pasado todo este tiempo corriendo de un lado a otro de la casa intentando encontrar una salida. Pero ahora sólo tenía una cosa en mente, debía beber, beber mucha agua, se lo pedía su cuerpo, se lo pedían sus cuerpos. Como pudo, se hizo con el control de la puerta de la cocina, a la que le faltaban tirador y bisagra, el tirador había sido sustituído por un cómodo agujero del tamaño de una moneda y la puerta siempre se quedaba entornada sin llegar a cerrarse del todo, lo cual era una suerte.
La suciedad comenzaba a campar a sus anchas. Huellas de pisadas resecas sobre agua evaporada y cristales rotos, las ultimas pastillas que habían rodado por el suelo junto con la caja y el prospecto pegado al pavimento. Sorteó con un gran salto aquel desastre ante el cual nada podía hacer y empezó a beber pequeños sorbos de lo que quedaba, en aquella casa, cada vez más vacía de todo. El líquido le dio nuevas fuerzas para hacer el camino de vuelta y también le quitó ese mal sabor de boca. Recorrió una vez más toda la planta baja de la casa en busca de una salida, una puerta, una ventana, un resquicio por el que escapar, sin éxito. Durante las siguientes seis horas lo intentaría una y otra vez y tras cada intento se quedaba quieta, mirando las escaleras de madera que se dirigían hacia el segundo piso, desde el que sonaba un extraño tintineo. «Si tan sólo pudiera hacer ese esfuerzo» se preguntaba. Pero en su estado, la longitud de cada peldaño era totalmente incompatible con el esfuerzo que requería subirlos, una caída y todo habría sido en vano. «Aunque quizá allá arriba esté la salida» pensó.
Muy poco a poco y apoyándose contra la barandilla, intentó subir los primeros escalones. Cerró los ojos y aguantó el dolor. Sintió un calor asfixiante pero siguió adelante, tenía un objetivo, tenía que salvar su vida, sus vidas, a cualquier precio. El calor se convirtió en un terrible frío repentino que le paralizó todo el cuerpo y mientras caía hacia atrás, rodando por las escaleras, sintió que algo se había desprendido en su interior y de repente supo que lo último que había decidido en su vida, había sido la elección correcta. Sacó fuerzas para completar su misión en esta vida y lanzó un último grito desgarrador. Murió a las 19:38 de un 9 de diciembre, una hora que, trágicamente, nadie registraría en ninguna parte, al fin y al cabo había sido una muerte natural, tranquila y silenciosa. Aunque qué importaba la hora, el reloj que la marcaba y que estaba a pocos metros de allí, llevaba con las agujas paradas en ella hacía más de dos días, un bonito reloj de pulsera bañado en una plata que no había perdido su brillo en cincuenta años y que llevaba grabadas unas iniciales, «T y O» y una frase en latín «Eram quod es, eris quod sum».
En aquella casa, la muerte había significado el límite de las cosas. Con un pequeño gruñido, la puerta de la cocina volvió a entornarse y todo se sumergió en el más absoluto silencio, tan sólo empañado por el breve tintineo que venía de la parte de arriba, cuando la ligera brisa de aquella tarde entraba por la ventana abierta y golpeaba los bonitos adornos de la lámpara de una habitación ya olvidada.
El personal de policía y sanitario llegaron poco tiempo después rompiendo la calma, alertados por la llamada de una vecina que «oyó algo». En un primer instante nadie reparó en las escaleras, que estaban enfrente de la entrada a pocos metros, sólo un estudiante que ese año comenzaba las prácticas. Mientras Noel se acercaba atónito hacia aquel punto, los demás descubrieron el cuerpo de la anciana en la sala de estar. Su cuerpo yacía en el suelo cerca de una banqueta, la falda un poco levantada y un paño en la pierna izquierda. Una brecha en la cabeza y un reguero de sangre ya seca, a consecuencia de una caída mientras limpiaba viejos recuerdos y fotografías. Mientras el personal sanitario certificaba la muerte y se ponían en contacto con un forense, la policía logró identificar a la víctima. Olivia Deseps se llamaba.
Noel sintió lástima. Varios cuerpos yacían al límite de las escaleras. Ella tenía la lengua con algún rastro de sangre, ojos apagados pero rostro sereno. Los recién nacidos no habían sobrevivido. La cogió suavemente de las patitas y al cambiar de ángulo lo vio. Eran diminutas pisadas, demasiadas juntas, y dos hilos de mezcla entre fluídos y sangre que se alejaban de allí en dirección a una puerta entreabierta. Rápidamente se incorporó y no tardó en entrar en la cocina. Pudo ver el desastre, pero también vio lo contrario y esbozó una tierna sonrisa.
Era pequeño, muy pequeño. ¿Cómo había conseguido llegar allí? Entre los restos resecos de pisadas sucias había un pequeño cacharro de color blanco, adornado con un par de pegatinas de florecitas y un nombre, «Margaret» cada letra de un color. Dentro de ese bebedero estaba él, acurrucado y sereno, durmiendo plácidamente sobre el charco de agua que quedaba. Noel se sentó y acercó lentamente la mano hacia el sensible cuerpo que respiraba agitadamente. Con un dedo acarició con cuidado la pequeña cabecita. Al menos en aquella casa algo había quedado con vida.
Cogió el cacharro cuidadosamente con él dentro y salió por la puerta, depositándolo en el primer peldaño de las escaleras sin apartarse de él, mientras un compañero le daba una bolsa con las pertenencias de la víctima entre las que destacaba un bonito reloj de plata grabado con una frase que pronunció en voz alta sin saber su significado.
Buscó el cuarto de baño y cogió una toalla para envolver al pequeño superviviente antes de salir a la calle. Abandonaron la casa ante la atenta mirada de numerosos vecinos, de aquellos que se lamentaban por la muerte y de los que observaban esa nueva vida entre las manos de Noel. A veces hay tan poco tiempo para observar una vida y sorprenderse por el milagro y sin embargo toda una vida para observar tantas vidas que se cruzan.
Cuando Noel entregó al gatito al veterinario se aseguró de que lo dejaba en buenas manos y de que se llevaba buenas noticias antes de partir, pero decidió acercarse una última vez para acariciar de nuevo con su dedo la pequeña cabecita, le hubiera gustado ver los pequeños ojillos recién abiertos, aunque ahora apenas pudiera ver manchas difusas. Antes de salir por la puerta miró de reojo una vez más y con la luz que dejó entrar y que impactaba en su carita, comenzó a desplegar los párpados. Tenía unos ojos preciosos que no olvidaría, pero era hora de marchar y dejar que todo siguiera su curso. Mientras subía a la ambulancia y se alejaba de allí, se llevó consigo la última imagen, la del sol del atardecer grabando a fuego los primeros instantes de una nueva vida.
El pequeño murió dos horas más tarde.