La parada de verano

Hay un lugar en la ciudad, un pequeño rincón ya casi olvidado, el que durante estos últimos años he cruzado cientos de veces sin prestarle ya la atención que merece. Ha sido el rincón de las esperas y de la desesperación, el preludio de cada verano, la antesala a una ducha fría y a un buen baño en la piscina, lugar de encuentro de socios, de personas y de descubrimiento de amigos de la infancia, de prisas desesperadas y de pérdidas, pero sobre todo lugar de risas y aventuras.

Es la parada de verano que ya no existe, que se quedó en un tiempo lejano, en la que cogíamos cada tarde, después de ver el episodio de turno de «Falcon Crest» o «El coche fantástico», el primer autobús camino a Los Alcores, aquellos viejos autobuses sin aire acondicionado, incómodos, que andaban a rastras, con asientos incómodos, con su «perrera» como llamábamos a la parte de atrás del bus en semicírculo donde había que ir de pie y donde cabía mucha gente, en la que el único apoyo era una barandilla y los contínuos zarandeos eran motivo de risas y mofas, nuestra querida «perrera», esa que siempre odíabamos pero de la que en realidad disfrutábamos, sólo era cuestión de llegar a tiempo para no quedar relegado a ella.

Podcast El Ladrido de Yoko – Episodio 10: La parada de verano

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@ fotografías por cedequack

Ahora sería cuanto menos un atentado contra la vida, la comodidad y la seguridad llegaron para instalarse en nuestras vidas veraniegas y los asientos se volvieron mulliditos y confortables, se minimizó el ruido de los motores y el efecto taladradora de los asientos desapareció. Un buen día con el cambio de autobuses y normas, descubrimos que la perrera había sido sustituída por cinco asientos traseros donde hacer el cabra. Sí, seguía siendo como nuestra perrera, con menos gente, con menos encanto, pero al fin y al cabo el lugar donde hacer travesuras y sacarse unas risas.

Carnet en mano y ticket de un color diferente cada temporada, numerado, esperábamos el momento en esa parada. Parada que un buen día de sábado se convirtió en campamento improvisado durante un par de horas, cuando nos confundimos de horario en la mañana por eso de ser fin de semana y esperando y desesperando supimos que algo no iba bien y nos habíamos equivocado. Pero nuestras mochilas estaban bien cargadas de provisiones, así que ni cortos ni perezosos, mientras el resto del mundo iba de un lado a otro con prisas y trajes, tiramos las toallas entre el suelo y el cesped, nos quedamos en bñador y comenzamos a jugar a las cartas, a nuestro recién descubierta pasión por el «chichón», «el burro», «el cinquillo», «el mentiroso» o «el hijo puta» a la vez que dábamos buena cuenta de risketos, palomitas y gusanitos.

Ahora me pregunto cómo verían los demás, transeúntes que iban a sus trabajos o que pasaban por allí, aquella pequeña acampada. Un pequeño oasis, una solución rápida para hacer desaparecer los problemas, o más bien para convertirlos en algo diferente, en un rato de diversión, en un remedio contra la espera.

Sí, ahí está esa parada de verano, la que cada vez que miraba me provocaba una sonrisa por los momentos vividos. Un pequeño rincón desapercibido en la gran ciudad, pero tan grande como un corazón. De pequeños espacios en los que dejamos sentimientos se forjan los recuerdos.

2 comentarios en “La parada de verano

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