Cuando esta fecha estaba lejana, no daba tanto miedo como ahora, algo así como ver a un fiero animal desde los seguros barrotes de un zoo. Ahora que se acerca, su fenómeno es incluso más intenso que el que sufrimos con el cambio de 1999 al 2000, cuando todo el mundo esperaba impaciente las sorpresas que nos depararía el cambio de milenio (no estrictamente, claro).
Todavía hay gente que no sabe acerca de la fecha del 21 de diciembre de 2012, os lo aseguro, esta misma mañana me encontré con alguien ajeno a todo esto, mientras que en canales como National Geographic no paramos de ver documentales especiales acerca de nuestro último día en La Tierra y las claves para entenderlo, canal en el que el mismo día 21 ofrecerán una maratón de 24 horas dedicada en exclusiva al fin del ciclo del calendario maya.
Hoy, cuando apenas faltan 11 días (11, ese número mágico), es el momento de ver teorías y de profundizar en el comportamiento humano ante lo desconocido y precisamente esto último es lo que haré hoy, indagar en uno de los comportamientos del ser humano que nunca se extingue, el de las supersticiones, un tema al que regreso seis años más tarde, cuando este blog estaba creado pero tomando una forma desconocida y mi rincón era otro diferente. Entonces estaba empezando en esto del mundo de internet, experimentando y la segunda parte nunca llegó. Quizá estaba esperando a este momento, más grande, más sabio y más tonto. No me voy a poner a enumerar las supersticiones, que hay muchas y encima cada cual tiene la suya, sería una historia interminable, voy a hablar de mí y de mi entorno y del por qué necesitamos aferrarnos a una superstición.
Cuando yo era pequeño sufrí, como el resto de la humanidad, este mal que te esclaviza y te ata a unas condiciones invisibles. Comencé por levantarme y poner siempre el pie derecho en el suelo, continué con alguna pequeña rutina pasajera con la que me sentía bien, apagaba las luces en un determinado orden, evitaba pasar siempre por debajo de las escaleras y algo de lo que me avergonzaba y me avergonzaré toda mi vida y que comenzó como un pequeño juego supersticioso, tocar algo de metal al ver a una persona con el pelo pelirrojo.
Un día me di cuenta de las tonterías que estaba haciendo y decidí jugar al juego contrario, qué pasaría si primero dejaba de tocarme el botón del pantalón al ver esa vecina pelirroja. Un día me la crucé y con mucho esfuerzo vencí al miedo. Y no pasó nada malo. ¿Por qué estaba apagando las luces en un orden, por qué no me levantaba como me diese la gana? Aprendí a relacionar mis supersticiones con mis miedos. Cada vez que apagaba esas luces o me levantaba de la cama, estaba persiguiendo una acción de acuerdo con el mundo, con la naturaleza: «Si me levanto con el pie derecho, hoy todo saldrá bien». Pero los pactos con los seres invisibles de la mente, se quedan en nuestra mente. Hice todo lo contrario y no pasó nada.
La última de las supersticiones que me quité fue la de las escaleras, quedando libre para siempre. Ocurrió un frío día de otoño en la ciudad, un aviso de un telegrama en la oficina de correos. Eran ya casi las ocho de la tarde, cuando me interné en la calle San Francisco, atestada de gente ultimando compras y regresando de sus trabajos. Era tal la incertidumbre por el asunto del telegrama que, para eludir a tantas personas, decidí meterme por debajo de una escalera de un hombre que estaba colocando la iluminación. No fue hasta media hora después, cuando abrí el sobre en el ascensor, que tú y yo creamos el segundo de nuestros lazos, Yoko. Desde entonces creé lo que yo llamo «superstición en positivo», es decir, que siempre que puedo, paso por debajo de una escalera en la calle (eso sí, que tonto no soy, siempre que la vea estable). Hemos relacionado el peligro con nuestro miedos, la situación real de una escalera cayendo sobre alguien con nuestros temores, el que se te cruce un gato negro, con el susto que te llevas y más si sale aullando de un contenedor a tu lado cuando pasas a las cinco de la madrugada cuando todo está en silencio (y de esto soy testigo, Cuenca, madrugada para coger el autobús de camino a casa, descampado a oscuras, gato sale lanzado del contenedor aullando enfrente de mi cara y me pega el mayor susto de mi vida, no sé si era negro, pero ya se sabe cuándo dicen que todos los gatos son pardos).
Durante toda mi adolescencia, he podido ver cómo la gente a mi alrededor es esclava de sus propios miedos. A mi hermana, cuando su entonces novio estaba en el servicio militar, apagar y encender las luces un número determinado de veces, a mi tía despedirse sin decir adiós, siempre evitando esa palabra que parece de despedida eterna… una penitencia que nos cargamos a cuestas sobre el hombro y que, o bien pasa a formar parte de nuestra vida, o aprendemos a deshacernos de ella, pero ante la que cada cual elige lo que hace con ella y el momento.
Si la carga es ligera y nos hace sentir bien, es tan humilde como comerse un caramelo a escondidas. Pero si es pesada, tarde o temprano termina desapareciendo, cuando un buen día la mente despierta y comprende que no vale tanto sufrimiento una acción que nadie, sino lo inevitable, va a saber recompensar.
Ops, se me olvidó mencionar que todavía llevo una superstición a cuestas de por vida… a los siete años rompí un espejo y su maldición aún perdura. Si sobrevivimos al 21 de diciembre de 2012, quizá tenga que hacer una tercera parte…