Un paseo por la ciudad a por las compras navideñas. Me gusta levantarme pronto para ir a los sitios, no me gustan las aglomeraciones en los centros comerciales a no ser que sea para una tarde de cine o risas con los amigos, pero para ir a por mis cosas necesito la tranquilidad de poder avanzar por los pasillos, de observar sin tener que esperar ni cometer algún empujón.
Aún las diez de la mañana y la densa niebla sigue presente. Paso frente a mi antiguo colegio y miro hacia arriba, las farolas contra la niebla parecen sacadas de un cuento, igual que los árboles que se desdibujan en el fondo de un campo cientos de metros más adelante. Si dejase volar mi imaginación, bien podría estar en uno de ellos, en Nunca Jamás por ejemplo.
Un perro negro y bajito espera paciente y en silencio mirando la puerta de un comercio, la correa roja en el suelo pillada con la puerta, en la que hay un cartel con un precio marcado a rotulador.
Allá donde mire parece ser un día especial, la niebla difumina los rostros, las formas, otorga un halo de brillo a las cosas, un filtro de photoshop natural de trecientos sesenta grados e infinito.
Puedo leer infinidad de libros sobre cómo tomar una fotografía, cuándo hacerlo, la mejor forma de hacerlo, distinguir entre retrato, paisaje o acción, imbuirme de terminología y consejos, pero si cuando miro lo que tengo enfrente no fuese capaz de ver que algo especial está sucediendo ante mis ojos y la necesidad de captarlo como un momento fugaz que jamás se volverá a repetir, si no sintiese esa sensación de que se escapa y se pierde antes de poder captar ese marco bello e invisible, no serviría de nada.