Rocío y Claudia

rocio y claudia

Creo que tengo que desvelar ya cómo inicié esa aventura llamada Universidad. Muy pocos conocen la historia de esos primeros momentos, pero Claudia me ha obligado a hacerlo ahora y no en otro momento.

Aquella mañana de un 13 de octubre y que encima caía en martes, desperté en una habitación con la extraña sensación de que estaba en otro lugar, hasta que caí en la cuenta de que efectivamente aquella ya no era mi casa, sino una habitación compartida (de momento por dos personas, el tercero estaba por llegar ese mismo día) de la Residencia Universitaria.

Primera mañana y primer desayuno. Mi compañero ya apuntaba maneras a que aquello no iba a salir bien. Digamos que cuando uno encaja con otra persona, la situación no es tirante. Para qué engañarse, sólo hablábamos de tonterías y apenas había conversación posible, no coincidíamos ni llegamos a coincidir en nada, ni en gustos musicales, ni en aficiones ni en temas comunes y su interés por realizar esa carrera distaban mucho de los míos. Así de esa manera llegamos al primer desayuno en el comedor, donde a cuentagotas la gente iba llegando formando fila para prepararse el zumo, la leche y algo de repostería. No sabía cómo sacar la leche de aquel aparato, toda la vida abriendo el tetrabrick, pero alguien me echó una mano (no recuerdo quién).

Dicen que teníamos una enorme suerte y efectivamente así es. Aquello era como tener la Universidad en la propia Residencia Universitaria, a un tiro de piedra, nunca mejor dicho, cómo decirlo, que si me hubiera planteado lanzar un pedrusco a la Universidad desde las escaleras de la residencia, hubiera acertado al cien por cien, porque está cruzando la carretera.

La hora de la presentación se acercaba y mi nuevo compañero (al que conocí apenas hacía un día) y yo, comenzamos a patear, sin tener ni idea de dónde íbamos, cada planta del edificio. Ante nuestro tremendo desconocimiento (llamémoslo así por no decir torpeza), decidimos regresar al punto de partida, a la recepción, donde una amable pareja, que pasarían con el tiempo a formar parte de nuestra vida diaria, nos indicó que el Salón de Actos, ese que después se convertiría casualmente en mi causa defendida para poner fin a la carrera, se encontraba justo detrás de nosotros.

Y al darnos la vuelta allí estaba ella, Rocío, la chica con pecas de pelo pelirrojo y rizado, lanzando una sonrisa gigante de oreja a oreja, preguntándonos dónde se encontraba el Salón de Actos. «¿Tú también eres de Teleco?» le pregunté, «Sí, no me digas», me respondío alegre como sin poder creérselo.

En vistas a que hubo un retraso porque aún debían llegar algunos profesores, aprovechamos el antes y el después para estar los tres juntos. Bajamos al Alcampo (antiguo Pan de Azúcar en la época en que estuvo allí mi hermana) y nos quedamos en una de las terracitas interiores tomando algo (la misma terracita que me vio partir el primer año comenzando con un buen desayuno) y conociéndonos mejor. Allí Rocío nos contó de dónde venía y algunos datos de su vida, mientras nosotros hacíamos lo mismo. No paraba de hablar, lo cual en cierta forma era un alivio, si tenemos en cuenta que entre mi nuevo compañero y yo no había apenas nada más que decir desde el momento en que nos conocimos.

Ella creó un pequeño vínculo con nosotros, de esos de los primeros compases de una convivencia, como si fuese mi propio gran hermano. Comienzas a conocer a muy diversas personas, al principio vas como el agua o el viento, siguiendo la corriente, hasta que con el tiempo te plantas como una piedra en el camino que decides seguir, rodeándote de las personas con las que convivirás finalmente.

Rocío fue la compañera de esos primeros compases, y aunque nunca se convirtió en amiga, sí fue algo que puede acercarse a la amistad. Era siempre sonrisa, alegría y eso que tanto me gusta y que tanto escasea, una persona sin maldad. Todo lo que ella mostraba, era lo que había, sin dobleces.

Hoy aquella chiquilla ha dado a luz a su primera hija,Claudia. Se me hace difícil ver la primera imagen de ese nacimiento y no recordar a la muchacha pelirroja que me encontré al darme la vuelta en la recepción, con su sonrisa siempre. Y yo estoy feliz, por ella, por los que le rodean, por mí, por haber formado y seguir formando en cierta forma parte de su vida. Quizá un día pueda contarle a Claudia como conocí a su madre.